sábado, 8 de enero de 2011

Bali y el pasado de los aeropuertos

Tenía 21 años y los rizos muy cortos cuando el 15 de enero del 2002 aterrizaba en Cagliari, la capital de Cerdeña, con una beca Erasmus, una maleta lila más grande que yo y toda mi absoluta e indiscreta ignorancia acerca del lugar en el qué iba a vivir durante ocho meses. En realidad había escogido Palermo como primera opción, Cagliari como segunda -sin saber exactamente situarla del todo en el mapa-, y creo que Toulouse como tercera.

Vamos, que a mi lo que me interesaba era irme y, como ahora, creía que todos los lugares tenían algo interesante que ofrecer. Por eso me daba más o menos igual dónde y de qué forma (esto ya no es -tan- así).

Me había subido antes a otros aviones, pero nunca como entonces había vislumbrado tan claramente la emoción de un futuro por escribir, con mi letra y a mi manera.

Era yo y lo que estaba por venir. Que podía ser todo.

Me acuerdo de mi maleta lila, gigante. Tan llena de cosas inútiles. No querer mirarla demasiado por miedo a que el choque con mis ojos pusiera fin al sufrimiento de las cremalleras agonizantes, y que explotara todo sin piedad y sin vergüenza.

Me acuerdo de cómo olían las azafatas de Alitalia de ojos verdes Christian Dior. Altas y tremendas, con unas camisas blancas con puntos negros abiertas en el punto justo. Mi voluntad hippie grunge se venía abajo y pedía a ese cielo que atravesábamos en ese momento ser una Mujer así como ellas.

Me acuerdo también de la sensación de tener entre las manos un billete muy caro. Por aquellos días no había low cost, con lo que irme a Cerdeña me costó 50000 pesetas de las de entonces (escala en Roma y cambio de avión), y dos semanas de reflexión acerca de qué billete comprar (nada de Internet: pateo puro y duro por las agencias). Con un billete que no era una tontería, la vocecita susurrando “aprovecha el tiempo” -en un sentido académico más que lúdico- era un cosquilleo molesto en la oreja de mi vividor sentido de la responsabilidad.

De hecho, claro: el tiempo académico fue el único que no aproveché.

En cualquier caso, esa hora y media en el aeropuerto después del aterrizaje es la que se ha quedado viviendo en mi pecera. La primera hora y media de un sitio todavía sin identidad, y con todas las posiblidades. Esa hora y media en la que esperé mi maleta, en la que dibujé mis tramas; ese trozo de tiempo en el que combiné mentalmente toda la ropa que tenía en el equipaje, en el que escuché las primeras palabras en italiano, en el que imaginé cómo serían todos los edificios de la ciudad que había pensado durante seis meses y que ahora estaba a unos impacientes noventa minutos de mi.

Creo que todo lo que pasó a partir de ese día fue lo que convirtió ese momento en El Momento, y a lo largo de los años quizá mi memoria y mis sentidos le han añadido muchos detalles y emociones asociadas que ni siquiera existieron.

He pisado muchos aeropuertos desde entonces y obviamente no se ha vuelto a repetir lo que vino a partir de ese aterrizaje. Por lo menos, no de la misma manera. No he vuelto a sentirme ni tan guapa, ni tan poderosa, ni tan joven, ni tan inconsciente. No me he enamorado exactamente igual ni he vuelto a ser tan valiente con las cosas del amor, como tampoco he vuelto a vivir ciertas experiencias con la misma candidez.

Y no es tristeza. Es lo que hay.

Una parte de mi sabe que todo esto tiene ahora su sentido máximo como lo que es: material nostálgico para la creación, para el recuerdo, para los balances. Para acordarse del antes y del después de cada disparo analógico de todas las fotografías que hay en los dos álbumes (oh! álbumes), y reinventarlo.

Tener 21 años, y todo el futuro por delante enamorada en una isla del mediterráneo me convierte en una privilegiada en la memoria, claro. Y eso a la inspiración le pone.

Aún así, algunas veces, muy pocas sí, pero algunas, cuando llego a un nuevo aeropuerto, algo de ese yo congelado se activa y se pone a aletear en la pecera.

Sin ir más lejos, ayer, cuando aterré en Bali, con toda la humedad que se me vino encima por ser época monzónica, esa privilegiada en la memoria resucitó por su cuenta y riesgo. Excitada y anónima ante todas las posibilidades desacotadas de un aterrizaje. Con los rizos mucho más largos ahora y sin voluntad hippie grunge, pero con la misma inconsciencia y la misma alegría ante lo que depara un aeropuerto que todavía no tiene pasado.

7 comentarios:

Lara dijo...

Di que sí!!!!!!!!!!

Grande una vez más.

(Te acabo de mandar un mail!)

Kissmil

Elena dijo...

Es curioso. Hablas de pasado,pero todo el tiempo se lee futuro.
Increíble.

Un nostalgico patologico con boquetes neuroranales dijo...

Lo que cuentas insufla entusiasmo hasta a quién no ha vivido amores y libertades del todo vertiginosas por estar siempre hipotecadas por determinadas rémoras vitalomentales...
Sólo te puedo decir, atesóralo, como hoja de ruta te servirá para encontrar e identificar sensaciones similares, no tengo de que tu infinita capacidad dadora, te traerá sentimientos parecidos, y tan intensos como te lo los permitas vivir...

Besos y suerte!

NáN dijo...

Uno dos y trés, empieza la vida otra vez.

Rafa dijo...

"El recuerdo es un poco de eternidad" (Antonio Porchia, poeta italo-argentino)

síl dijo...

Son cosas del Erasmus! Una sensación única e inexplicable!
Feliç any, guapa!

kika... dijo...

Yo nunca fui de Erasmus. Pero he pisado un montón de aeropuertos. Tienen algo de esperanza y un poquito de puertas del averno.

Me ha encantado.

besitos,
K