lunes, 26 de noviembre de 2007


Hola, ¿cómo has dormido?

Aquí te dejo
lo que se quedó en el tintero:
invítame a tu fiesta
en color sepia.
Primero, blanquea mis grises,
vira a verde mis negros.
Después, enfádame en naranja
y sacúdeme en granate.
Dórame la boca,
platéame las piernas;
bésame en magenta
y fúndeme a morado.

Y no te olvides:
dime que soy lila
porque yo te quiero azul.

(No sé si cabe pedirte todo esto,
pero me la juego).

Que tengas un buen día.

domingo, 18 de noviembre de 2007



Ya está, chicos.
Lo de empezar a odiarnos tenía un sentido, o, por lo menos, un final feliz.
Ya podemos explotar, pero ahora, cada uno en su cuarto (y ya lo sabéis, esto es muchísimo).
Hemos superado el cásting. Mercedes Milá no estaba, pero igual ella hubiera sido más suave.


En cualquier caso, ya está, chicos, ya está.

Ahora ya podemos ponerle, entonces, la alfombra roja a todo lo que está por llegar:
Especular con el vecino de arriba, inventarnos la historia de los que vemos desde esta ventana, pasear por la casa vacía, pensar qué pondríamos en este rincón si tuviéramos todo el dinero que nunca hemos visto junto, decidir que sí, claro que sí, que aunque vivamos en una calle con nombre de conquistador nuestra ubicación lorquiana entre pez y luna, mar y cielo, seguro que nos viene bien para nuestra nueva racha…


Y todo esto, seis calles más abajo.
Sale a cuenta, a pesar de todo.

martes, 13 de noviembre de 2007


He conocido a un montón de ellas últimamente y me he acordado de ella, de la mía. Se llamaba (y sigue llamándose, imagino) Miriam y era la más guapa de todo el cole.
Era tan guapa. Era tan alta.
Iba a sexto, y nosotras, las de quinto (aunque por la distancia que me separaba de ella siempre sentí que en particular yo mucho más que las demás) queríamos ser como ella. Como en una peli americana de teenagers de los ochenta, pasaba por los pasillos y todos le decían cosas. Las mandonas de mi clase le pedían siempre la opinión, poniendo cara de interesantes, y luego nos imponían, algo tiranas, el criterio de Miriam sobre las normas de jugar a las gomas. Nos sentábamos durante el recreo en el banco de al lado de dónde estaba ella que, por supuesto, era la cabecilla de su grupo. Yo no podía parar de mirarla: llevaba levi’s (yo los vaqueros altos heredados de mi hermana), era alta (yo también, pero los niños de mi clase todavía no habían crecido y a mi no me servía de nada), era delgada (yo demasiado, casi desgarbada), pelo largo y liso, castaño claro y brillante (marrón caca y corto como de niño, lleno de rizos), y tenía tetas (obviamente, yo no).
Le sumaba, además (en contra de las teen idols de esas pelis) el añadido de que me parecía buena chavala, aunque nunca lo confirmé: no hablé demasiado con ella, no me atrevía. Mucho carácter, gritaba y se reía y ambas cosas las hacía muy alto, pero destilaba algo bueno, o así lo veía yo, en parte también porque no me hubiera permitido eclipsarme por alguien con un ápice de malicia. Mi madre, que para redondear mi etiqueta de niña freak y acomplejada era profe en el mismo cole, me decía que esa chica tendría muchos problemas por ser tan guapa, y yo, callada, pensaba qué tipo de problemas podría tener ella siendo tan guapa, tan popular, tan Miriam.
El pequeño gran detalle era que, además, salía con el chico que a mi me gustaba (a lo mejor porque también le gustaba a ella, he pensado con los años, aunque creo que lo mío fue primero). Un niño gamberro, muy muy rubio, cabecilla también de su cuadrilla. Sacaba muy malas notas y esto, a mi, empollona de fábrica, me parecía súper atractivo.
Todos vivíamos pendientes de la historia de Iván y Miriam: cortaban, volvían, lloraban, cortaban, volvían, y así se colaban en nuestras charlas en ese banco con la Súper Pop al lado, de la que ellos parecían también formar parte. Todos querían a Miriam, todas queríamos ser como Miriam.
Mientras tanto, yo, que en aquél entonces leía mucho y era tan fácil de picar como ahora, me enfadaba cuando mi padre, contento de verme todo el día en el sofá con un libro, bromeaba con la frase “culta, más que culta”. Sin hacer homenaje al adjetivo, sólo sabía que culta sonaba casi igual que culo (caca pedo pis) y que seguro que tenía relación, en el fondo, con Miriam, Iván y mi complejo de empollona transparente. Y le respondía, gritando, como ella: “¡Déjame, que yo no quiero ser culta!”
Yo quería ser como Miriam, la primera chica que conocí que se depilaba.

Me acordaba de todo eso con las Miriams de últimamente, y pensaba el otro día que si volviera a ver a la mía me gustaría contarle que hasta tercero de BUP seguí haciéndome reflejos rubios en el pelo y que lo primero que hice cuando junté diez mil pelas de varios canguros fue comprarme unos levi’s. Ojalá siga tan guapa y no haya tenido nada de lo que vaticinó mi madre. Yo nunca me lo creí.

miércoles, 7 de noviembre de 2007


Dile a Barcelona de mi parte lo siguiente:
que no se haga la interesante cada vez que voy a verla;
ella y yo sabemos que no hay para tanto,
y a pesar de todo, me sigue engañando.
Que la quiero y me irrita al mismo tiempo,
(aunque ella ya lo sabe:
se ha hecho la dura muchos ratos,
en los que tampoco hacía falta).
Que no se le suban a la cabeza los rumores:
todos quieren vivir en Barcelona,
pero los míos
que también se fueron,
no son imprescindibles donde están
y aún así
no vuelven.
(Será que no lo pone fácil).
Recuérdale también que no se contagie
de la inapetencia de lo sofisticado
aunque los modernos coman poco;
que ojito con el orgullo
de cambiar las cosas de sitio cada día:
no sabemos dónde están cuando volvemos,
y nos cansamos de buscarlas.

Dile a Barcelona que me apetecería desordenarla
como se hace con el cajón de la mesilla
cuando se vacía encima de la cama:
que ya está bien de tanta lógica aplastante,
de tanto civismo impracticable,
que de poco sirve tanto orden
con esta falta de sangre.
Pídele que no me maree
con los contraluces en mi pelo
ni con la manga corta en noviembre.
Que deje de seducirme
como lo hace con los demás;
y que por lo menos cuando vuelva,
a mí, que me trate diferente.

Que me apetece ser caprichosa como ella.