martes, 26 de abril de 2011
domingo, 24 de abril de 2011
El dibujito
No sé cómo funcionará en cada uno; a mi me parece que todos tenemos dentro algo parecido a un dibujito de uno mismo en un futuro; un borrador a carboncillo que funciona para seguir avanzando y coger aire.
(Sueños, metas, todos esos nombres).
Para mi es un dibujito.
En ese dibujito yo soy yo jugando a ser otra en otro lugar: una ciudad dónde nadie me conoce, dónde puedo ser quién me de la gana, dónde tengo un jardín con tomates orgánicos que riego por las mañanas durante una hora y media, gota a gota, sin desperdiciar ni una, porque no tengo prisa.
En este dibujito también tengo un abrigo rojo, hablo otro idioma con mucha fluidez y sin acento, me paseo por calles nuevas todos los días, flirteo con todo el mundo, me busco la vida sin parar pero sin agonía porque lo hago casi por diversión, desayuno en bares dónde sirven tortas que no engordan y nunca tengo frío ni calor.
Esta ha sido la imagen de mi misma que durante mis últimos tiempos en Madrid me ayudaba a caminar. El horizonte. Pura magia y vitamina cuando era un secreto, promesa brillante cuando lo oficialicé.
Yo tenía un plan, que era el de mi dibujo.
O sea (y ahora que lo pienso): Llevo toda mi vida imaginándome en otra ciudad, la más lejana posible.
La historia es que lo he imaginado durante tanto tiempo, que siempre me he seguido viendo como cuando empecé a hacerlo: embalsamada en mis veinte años. Y de repente, estoy en Melbourne y tengo que volver a pasar por el escaparate dónde me he cazado mirándome, porque esta soy yo, la del dibujito, la que juega a todo eso, pero con diez años más.
Cuando diseñaba esta ficción a los veinte años pensé que la haría realidad a los veintiuno o a los veintidós; para los treinta este guión ya no me funcionaba, pero aún así, tampoco imaginé nada para la tercera decena ni por supuesto para después. Podemos decir que primero venía esto, y luego ya habría tiempo para dibujar más cosas.
El caso es que sí, tengo treinta años y estoy, por fin, en el dibujito. Y no pasa nada, claro que no. Es raro, pero no pasa nada. Sigo jugando y aquí estoy. Camino por Melbourne pensando en maneras excitantes de explicar las diferencias entre ‘ser’ y ‘estar’ a los alumnos a los que enseño castellano, mientras caigo en la cuenta –nunca es tarde- de que es fuerte tener dos verbos para lo que los ingleses sintetizan en uno, que además, en su traducción más absoluta significa existir.
No tengo un abrigo rojo porque definitivamente mis gustos han cambiado un poco. Hace una semana me compré una chaqueta marrón con borreguito por dentro en una tienda de segunda mano. Allí flirtée un poco con mi (cada vez mejor) inglés (que desde luego no es lo fluido que era en mi dibujo). Fue un flirteo tímido, porque otra de las cosas que ya no es igual que en el dibujito es que ahora soy una tímida (inexplicable); pero salí contenta, del flirteo y del abrigo marrón.
Espero que abrigue, porque en la realidad de este dibujo, Melbourne es ahora una ciudad que se prepara para el invierno: empieza a hacer frío y creo que además, será peor en unos días. Llegué a este sitio muy ligera, con ropa de verano, y no tengo mucho más a parte de mis dos vestidos cien veces lavados y mi forro polar, pero tampoco quiero comprarme cosas. He aprendido a vivir ligera, y es una de las cosas que más me gusta.
En otro orden de cosas, Unax Ugalde ha paseado su palmito estos días por El Festival de Cine la Mirada, aquí en Melbourne. Un Festival en el que he estado implicada para poder ver películas gratis. A Unax, le veía y le leía en la cara la ilusión de estar en la otra parte del planeta. Y mientras yo pensaba que los dibujitos están sobrevalorados. Esto es otra ciudad, claro que sí. Pero con los mismos vicios de todas las ciudades. Estoy parada aquí, ya no estoy viajando. Y es Melbourne, lo que tú quieras, pero dejar de viajar es triste.
Lo que sí que es verdad es que nadie me conoce, que puedo flirtear (si quiero, y me atrevo) con quién me de la gana, que las calles cada día son nuevas, que vivo con dos vegetarianas defensoras a ultranza de las ballenas y por lo tanto es más fácil que nunca plantar tomates, y que estoy en el culo del mundo.
Sobrevalorado o no, lo cierto es que al final todo es bastante parecido al dibujito, a pesar de los treinta años y de que las tortas sí engordan.
domingo, 17 de abril de 2011
26 frames por segundo en Melbourne
Por lo demás, la vida empieza a caminar en Melbourne.
miércoles, 13 de abril de 2011
El lado masculino de La Costa Este
Pues resulta que ya llevo un mes en esta ciudad en la que decidí quedarme a vivir antes de haberla pisado.
Y resulta que antes de este mes en el que me he quedado otra vez sin tiempo para nada, hice una ruta por la Costa Este con dos desconocidos, con los cuales me atreví a bromear sobre algunos de sus vicios y algunas de mis manías tras quince días juntos en la carretera.
Durante esos días en la furgoneta me acordé que hace dos años hice otro viaje, en otras circunstancias y sobretodo, con otro estado de ánimo, también con dos hombres. Fuimos a Formentera, acariciamos atardeceres, descubrí (con bastante dolor) algunas de mis frustraciones y saqué a la luz algunos defectos que ni siquiera yo conocía, o sí: pero ahí estaban, en cualquier caso. Estaba floja, y viajar con hombres tiene lo más grandioso y lo más horrible al mismo tiempo: es fácil. Y lo fácil a veces me encanta, pero a veces me irrita soberanamente.
(Es lo que tiene no serlo. Fácil, digo).
Fue un viaje extraño pero útil, del que tengo un recuerdo difuso; un viaje que me dejó un poco tocada un rato largo y que me hizo querer (sobretodo luego) de una manera muy particular a los pequeños grandes seres que lo hicieron conmigo.
Esta vez me acordé mucho de ellos, porque de estos doscientos y pico días de travesía hay algunos en los que la desconexión es tan fuerte y la conciencia de estar en el quinto coño es tan aclaparadora, que una se pregunta si allí en el otro lado se acordarán de estos rizos, y de repente el sentido de pertenencia, en vez de reforzarse, se diluye como la tónica en la ginebra; y es ahí cuando te das cuenta que, en un sentido absoluto, no te acabas de sentir de ninguna parte.
El día uno de marzo había quedado en Brisbane con Sergi, un catalán con el que me crucé en un albergue en Byron Bay. Nos habíamos conocido muy por encima unos días antes, y como unos valientes, decidimos viajar juntos y buscar a un compañero con el que hacernos la Costa Este, desde Brisbane hasta Cairns en aproximadamente 15 días. Luego, yo volaba sí o sí a Melbourne, dónde empezaba (y empezó) la fase tres de este viaje. Dónde se acababa la broma y arrancaba, más o menos, otra vez la vida en serio. Por lo menos, un ensayo.
Y de nuevo, en esta especie de puzzle cósmico en el que todo encaja, y del que últimamente parezco ser una jugadora avanzada (primera vez en la vida que tengo esta sensación, debo decir), encontramos esa misma tarde a un alemán, Mika, que ya tenía furgoneta y buscaba a dos compañeros con los que iniciar esa misma noche una ruta hacia el Norte. Todo cuadraba.
Así que nos conocimos, acordamos muy por encima la ruta (de manera masculina, fácil), nos montamos en la furgoneta y esa noche, tras celebrar con unas cervezas nuestro oportuno encuentro, buscamos una playa en la que dormir e inaguramos la primera de nuestras noches juntos en nuestro nuevo hogar.
Durante los días de la travesía, fuimos esquivando o dejando atrás todas las catástrofes naturales que se iban aconteciendo en este país-continente, especialmente inundaciones. Hicimos kilómetros y kilómetros advertidos constantemente por la obsesión australiana, que es TAKE A REST. No te duermas en la carretera. Porque sí, si algo tienen los australianos es carreteras interminables de paisajes inmutables que funcionan como somnífero infalible.
Despedimos la ruta con un buceo en Cairns, en la parte dónde la barrera es más generosa, y desde la misma playa pueden verse los tesoros más increíbles. Aluciné.