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viernes, 26 de noviembre de 2010

Treinta y dos días en China

(Acabo de caerme en Laos, tras 25 horas en tren y otras 15 de autobús en China para dejar el país -por cierto, con la visa caducada-. Blogspot, facebook y otros centenares de paginas están vetadas en la República Popular. Algunos días he tenido acceso a ellas a través de un proxy, pero otros no. De modo que la cosa ha ido de eso: de China había muchas cosas que contar, pero era difícil hacerlo desde dentro. Ahí van unas pocas)

nottotheheaven, guangzhou

Volvíamos Jordi y yo abrazados por el puente que lleva a su casa, en el atajo que él conoce y en el que yo fracaso cuando intento repetir. El viernes por la noche.

Vestíamos el camino todo el rato con el ya tan nuestro “qué fuerte, tu y yo paseando en China. ¿Te das cuenta?”. Lo decimos las más de las veces sin pensar, porque nos sale. Otras, sin embargo, lo soltamos de verdad sorprendidos, pisándonos la frase, cómo si efectivamente todavía no nos hubiéramos percatado de dónde y cómo estamos. Nos pasa cuando, yo que sé, nos cruzamos y esquivamos a un chino que escupe con toda su fuerza y naturalidad, o cuando en el supermercado nos quedamos mirando a una china que compara durante varios minutos absolutamente entregada a la causa dos cajas iguales de chips ahoy, y la de su lado destina aproximadamente un cuarto de hora a escoger una manzana (lo que mi hermano llama el “control de calidad chino”). O, por ejemplo, también nos da el ataque durante las clases al aire libre de supuesto cha cha cha, dónde centenares de chinos se concentran simultáneamente en un convencido esfuerzo de psicomotricidad fina para practicar la que sería su versión del famoso baile, o cuando le repetimos al taxista en ochenta tonos distintos el nombre de la calle de Jordi en chino para que, cuando al final lo entiende, nos lo repita exactamente igual pero en tonito de “panda de flipados, qué mal lo hacéis”.

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Bienvenidos, esto es China. O por lo menos, Guangzhou, la ciudad dónde he estado la mayor parte de mi tiempo, a excepción de los ocho días que pasé en Yangsuo con Jairo, María, Carles, Helios, Pedro y Joan, los escaladores catalanes (entre otras cosas) con los que compartí montañas y risas en el sitio dónde Akira Toriyama se inspiró para dibujar Dragon Ball. Fueron unos días dulces y simpáticos, de torsiones corporales imposibles y preciosas y de aprendizajes inesperados. Al despedirnos, María y Jairo se iban a la India porque iniciaban su ruta de vuelta a casa desde Varanasi a Barcelona en bicicleta (quina moral!) tras casi dos años viajando; Helios y Pedro seguían su viaje hacia Vietnam, en busca de nuevas paredes para escalar; Carles y Joan regresaban a Barcelona, y yo volvía unos días a Guangzhou, básicamente porque la primera vez me vi incapaz de despedirme otra vez de mi hermano por quién sabe cuántos meses más, y decidí hacerlo en dos tandas.


HELIOS CLIMBING

Antes de esto, cuando aterricé por primera vez en China desde Malasia (ahora hace un mes), Jordi se puso enfermo, bastante enfermo. Nuestros primeros días juntos los dedicamos él a estar en la cama y yo a cuidarle. El primero de mis mimos (bastante potente, debo decir) fue sustituirle en las clases que da todos los sábados. A parte de su trabajo, Jordi enseña español a chinos en inglés. Y eso hice yo también mi primer sábado en la ciudad, tres horas de español para chinos en la lengua de Shakespeare en mi versión catalana.

Guangzhou empezó prometiendo surrealismo, sí.

Después de unos días Jordi se curó, y paso a ser el anfitrión en toda regla. Creo que nunca había estado tantos días con él como plan, más allá de ser hermanos en casa de mis padres, que eso, más que ser un plan, es lo que hay. Esto, en cambio, ha sido una opción y mucho más que un plan. Un planazo.

Jordi es noble, observador, generoso, curioso, empático, cálido, lógico, sensato. En este orden, y también al revés. Y además tiene otras cualidades relativas a la percepción de las rarezas varias que hacen que resulte especialmente divertido estar con él en sitios de este tipo. Por decirlo de alguna manera, y aunque es para llevárselo a todas partes, si hay que escoger, mejor llevárselo a China que a Italia.

Por ejemplo: él me ha hecho percibir y ponerle nombre al absolutamente nefasto sentido paisajístico chino. Luces de todos los colores mezcladas, neones repartidos sin piedad, balcones rebosantes de flores de plástico que creen esconder las máquinas de aire acondicionado. Qué le voy a hacer si yo nací en el Mediterráneo, se llamaba la canción y el sentimiento. En fin, terrible.

Me hablaba además de los detalles graciosetes del carácter chino, como que los abstemios en las discotecas y karaokes beben sus mini tetrabriks de leche (¡!!) con una pajita (y hay unos cuantos, no son cuatro estoicos como allá); o también que sus compañeras de trabajo chinas hacen la siesta en la oficina poseídas por una especie de ataque de narcolepsia según el cual caen literalmente delante del ordenador sin ningún complejo y se ponen a dormir una hora; o que el repartidor de cervezas a domicilio se toma la confianza de guardarlas él mismo en la nevera sin comunicártelo mientras tú estás tranquilamente sentado en tu sillón (es más, a ese le conocí: un personaje).

Y más allá de las rarezas. Jordi siempre ve la otra cara.

Me enseñaba, a medida que nos las encontrábamos, la cantidad de profesiones indignantes que existen en China: los sujetacarteles, los sujetamóviles, los sujetaloqueseaquevayaavender, las chicas que aplauden (para que entres en una tienda), los profesores de cruzar pasos de peatones, los estoy aquí porque soy barato aunque mi turno sea de diez horas y no esté haciendo nada. En general, personal por todas partes, personal a diestro y a siniestro, parado las más de las veces sin hacer nada. Pura demostración de poder a través de la adquisición desmesurada de mano de obra. Como es barata, que más da. Las empresas contratan a centenares de empleados con gorrita que te dan un papelito cuando pasas, o te sonríen, o simplemente no hacen nada y están sentados con otros doscientos como ellos, mientras Hyunday o Philips o quién quiera que sea corrobora cómo mola ser una empresa tan grande, con tantas banderas, con tanta gente, con tantas pantallas mastodónticas, con tanto tanto todo.

Luego los militares, la seguridad, la policía. La sobredosis. Jordi volvía a casa del trabajo exaltado por la militarización paulatina y constante de la ciudad durante los días previos a los Asian Games, que se están celebrando en Guangzhou estos días y que la han convertido en un auténtico estado de excepción, en el peor de los sentidos. Yo no sé mucho de ambientes olímpicos porque en Barcelona 92, en plan Somos la Familia Más Original de la Historia, nos fuimos de vacaciones a Inglaterra mientras todos nuestros paisanos celebraban que el patoso del Cobi (qué muñeco más horrible) daba vueltas por la Ciudad Condal y qué Montserrat Caballé formaba esa extraña pareja con el amigo Freddie. Aún así, intuyo que se tiene que respirar un ambiente festivo, más allá de la seguridad, los policías y todo el tinglado. En Guangzhou, en cambio, lo festivo no era ni una reminiscencia: las Olimpiadas no eran una Fiesta, si no un momentazo para demostrar poder y superioridad a lo bestia. Y sí, les ha salido como habían previsto.

Y las tiendas, y el consumismo, y la locura. No entendíamos ninguno de los dos dónde está la demanda para tanta oferta. En Guangzhou están Todas Las Tiendas del Mundo, agrupadas a su vez en mercados temáticos de decenas de pabellones cada uno: desde el Mercado de los Zapatos, hasta el Mercado de los Neones, pasando por el Mercado del Material de Oficina y el Mercado de las Chominadas. En medio, tiendas extrañas, a saber: desde el que vende las etiquetas de Levi’s y Timberland para incrustar en los pantalones falsos, hasta el que fabrica los distribuidores de Gasolina. Y además centros comerciales como el epicentro del mundo, que, a la vez, son la puerta a otros centros comerciales que no se ven desde fuera pero que esconden mil tiendas dentro y así hasta el infinito. Como una pesadilla parecida al Show de Truman pero de verdad.

En nuestros últimos días, Jordi me hablaba de la rabia que le da la supremacía del extranjero en China, del concepto de ser extranjero y pertenecer a otra clase, así, por la cara, mientras que los chinos en España son inmigrantes, de la prepotencia y sentido de superioridad con la que nos comportamos algunos foreigners al ser conscientes de esta ley no escrita. No suele juzgar a la gente, pero no le despiertan demasiada simpatía los españoles expatriados que llaman “chinita! chinita!” a las camareras de los restaurantes o a las chicas en general, aprovechando que no nos entienden, ni tampoco otros detallitos de algunos de los expatriados que viven allí. Aunque es elegante, cuando lo cuenta.

(Que yo les terminara hablando en catalán a casi todos no me lo ha tenido en cuenta porque ha presenciado mi inútil esfuerzo de comunicación previo, intentándolo de las mil maneras. Y porque a él, a veces, también se le acaba la paciencia).

Y aún así, a pesar de la distancia, del análisis, de lo solo que se siente a ratos, de las cosas que le disgustan, de la añoranza, de las diferencias insalvables, aún y todo esto, mi hermano está integrado, tiene amigos chinos (y otros muchos westerns) y una vida social intensa, la gente se ríe un montón con él, es dulce y cálido con todo el mundo, sabe bastantes cosas más de China que muchos chinos, y ha entendido muchas de las leyes no escritas de ese pueblo; y yo, la hermana que se le apalancó en su apartamento durante bastantes más días de los que preveíamos ninguno de los dos, la hermana a la que casi se le anestesia su espíritu viajero tras tantos días de urbe salvaje y casa confortable, la hermana que le cerró la puerta del ascensor con un lagrimón y le despidió sin saber cuando volvería a verlo, yo, esta hermana que ahora escribe desde Laos, le adora.

jordibynight, guangzhou