Me di cuenta del tipo de lugar al que he llegado cuando el otro día, en la Bahía de Byron Bay, vi a un surfista haciendo surf con su pata de palo y nadie, absolutamente nadie parecía sorprenderse.
Aquí hace surf hasta el perro, y me parece que es un país que ofrece tanto placer por metro cuadrado, que los obstáculos tienen que ser realmente grandes para no disfrutar.
Porque a eso hemos venido a esta vida. ¿No?
Esto es lo que me llega, tras 15 días aquí, de Australia y del espíritu australiano, en una primerísisisisima impresión.
Pero vayamos por pasos.
La llegada a Australia fue un shock. Me lo iba imaginando, me lo venían diciendo, lo había leído etc. De nada sirvió. Los lugares comunes no le interesan a nadie, y menos cuando amenazan con romper una logradísima paz interior en un escenario impresionante. La propia piel es la que cuenta. Topicazo, pero más cierto que los yogures de cinco dólares de este país.
De modo que yo y mi mochila nos plantamos en el Aeropuerto de Brisbane desde el de Singapur, dónde había dejado a mi hermana en nuestra ya habitual despedida de rímel corrido, moco tendido y cuerpo tiritando.
En Brisbane me recibía mi amigo Santi, una inspiración para mi en toda esta fijación con las Antípodas y el único amigo por e-mail que he tenido en la vida. Él lleva 15 años en este país y hace más de tres años, cuando me plantée por primera vez la posibilidad de venir, le escribí para saber cosas y porque en el fondo (esto lo sé ahora con mi sabiduría treintañera) buscaba a alguien que me dijera: “Pos claro, mujer. Métele ovarios y vente para acá”. Y eso hizo él, con otro vocabulario y con mucha perseverancia, y desde entonces su figura ha funcionado en mi subconsciente y en los momentos de bajón como un horizonte inspirador y como el abrazo amable para mi llegada.
En Brisbane estuvimos el fin de semana en un motel. La propia palabra 'motel', con todo lo que tiene de película, más mi excitación, formaban un cóctel inverosímil; pero yo seguía viéndolo todo borroso, como borracha (sin haber bebido). La vida a través de un ojo de pez, o juntos el cansancio, el jetlag y el asombro. De modo que ese fin de semana lo recuerdo medio nublado, pero con algunos datos: una boda eritreana en la que Santi estaba trabajando haciendo el vídeo y a la que fui como invitada acoplada, una primera tarde con Julio y Estela, una pareja de españoles recién llegados y dispuestos a construir su proyecto aquí, un paseo por los alrededores con Timber Timbre sonando en mi i-pod y haciéndome sentir la protagonista de mi videoclip mental y calor, mucho calor.
El lunes, dos días después de mi llegada, cogimos el coche y bajamos a Lawrence, el pueblo dónde Santi vive con Linda, cruzando así la frontera entre Queensland y Nueva Gales del Sur, y llegando a uno de los sitios más especiales y tranquilos en los que he estado nunca.
Igual incluso demasiado.
Quizá por eso, por la sobretranquilidad y otros asuntillos que me inquietaban más que tranquilizarme, los días que estuve en ese pueblo fueron especiales y duros a partes iguales. Vi canguros y toda clase de bichos distintos, descansé, cociné (cuánto tiempo!), cogí el coche sola por carreteras con una luz que sólo había visto en el cine, tuve una habitación para mi, y Santi y Linda me cuidaron como si de verdad fuera la sobrina catalana que acaba de llegar. Pero tomé consciencia de estar de nuevo en Occidente, de la reactivación del taxímetro, de la necesidad de buscarme relativamente pronto una fuente de ingresos. De que igual tengo que, en breve, dejar de estarme moviendo como ahora y, Oh mi God, plantarme un poco en algún sitio.
¿Plantarme? ¿Dónde? ¿Por qué? Pero sobretodo, y de nuevo: ¿Dónde? ¿Cuál será el mejor sitio en esta descarada brutalidad de país?
A este susto, hay que sumarle el susto monetario, que en realidad tiene matices. Uno, cuando llega a Australia, y sobretodo si lo hace desde el sudeste asiático, se horroriza con los precios. Primero porque está claro que el surrealismo económico de Laos o Indonesia es irreproducible en el Primer Mundo, y estar comiendo por un euro o durmiendo por dos es algo que al llegar a Oceanía hay que recordar como sueño erótico que ya pasó (y como un descalabro insostenible).
En segundo lugar, uno tiende a hacer la conversión de un dólar =1 euro. Y no, no es así. En realidad un dólar australiano equivale hoy, por ejemplo, a 0.73 céntimos de euro. A lo que voy es que, definitivamente, hay cosas que son más caras, sí. Pero también es verdad que, partiendo de los sueldos australianos, me parece un país incluso barato. Lo que resulta angustiante es venir con euros y no generar más dinero porque sí, efectivamente, es un país que incita al consumo todo el rato, y las distancias son enormes, y hay que moverse, y en fin. El dinero se acaba mucho más rápido si uno quiere disfrutar de la cantidad de emociones que este país-continente ofrece, todas suculentas y esparcidas por su generosa geografía. Pero me parece que, proporcionalmente a los sueldos y a la calidad de vida, los ladrones están en casa y no aquí.
En fin. Cuando parecía que me estaba empequeñeciendo, y que la angustia me desenfocaba un poco el horizonte, tomé la decisión de irme hacia Byron Bay, el punto más al este de Australia y uno de los lugares más emblemáticos, por surfeo, por mochilerismo, por estilo de vida.
Volvía a estar sola y a tener que construirme e inventarme los días; algo que, he visto y he aceptado, me excita irremediablemente.
Byron es un lugar muy especial, el punto más oriental de Australia cargado de historias que igual no se merece pero que, desde luego, le suman puntos. El capitán Cook bautizó así esta bahía por el abuelo de Lord Byron, que era un navegante, también de carácter. Sin embargo, un funcionario de Sydney pensó que el nombre se debía al nieto y, fascinado por la gente famosa, puso a las calles de la población nombres de poetas, como Keats o Shelley.
Es un sitio privilegiado, por orientación, por las vistas, por las olas, por el clima. Somos privilegiados los que vamos allí por poder disfrutar todo esto y, de paso, de la fauna humana (variada y vistosa) que se pasea por aquí. De otras dimensiones, pero también un espectáculo.
El segundo día en la Bahía me levanté a las cuatro de la mañana para ir a grabar la salida del sol desde el faro. Ilusa de mi pensé que sería la primera en llegar allí, y mientras me ahogaba subiendo la cuesta me iba colgando mis medallas para darme ánimos. Cuando llegué, todavía de noche, compartí el espacio con toda la panda de vigoréxicos australianos que, de buena mañana y durante todo el día, se dedican a disfrutar de sus paisajes corriendo como enfermos, bajo un despiadadísimo sol que otorga a la tierra de los canguros, por cierto, la terrible titularidad de ser el país con mayor incidencia de cáncer de piel en el mundo.
Y ellos, dale a correr.
Ese día, mientras caminaba hacia el faro, decidí que voy a intentar seguir viajando mientras pueda. Porque sí, porque quiero, porque creo que además hay maneras aquí de moverse con poco dinero, si uno comparte gastos y se busca compañeros.
O sea. En el sudeste asiático es obsceno hacerse el hippie, porque ya es muy barato y porque nosotros somos inmensamente más ricos que ellos. Y además, no hace falta. Sin proponérselo, uno ya gasta muy poco. Aquí, en cambio, me parece que, si encuentras la manera, se puede vivir con poco sin que nadie se meta contigo, y moviéndote arriba y abajo. Por ejemplo, es un país furgonetero: mucha gente vive en sus furgonetas, o caravanas, y se dedica a moverse por todas partes sin gastar demasiado, surfeando, conociendo los sitios, disfrutando.
¿Por qué no podría hacerlo yo?
Así que, mientras intentaba idear formas de intercambio que me permitan alargar la travesía antes de pararme ya un poco más en algún sitio (que seguramente será Melbourne), me daba cuenta, ya sin ningún efecto narcótico extraño, que sí, es muy fuerte, pero estoy en Australia, el país al que siempre he querido ir.
(Tendré que construirme un nuevo sueño para cuando me vaya de aquí).
Y luego, desde ese faro, salió el sol.