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miércoles, 6 de octubre de 2010

MONZONIZÁNDOME EN KOH LANTA

Uno empieza a ver mezquitas en vez de templos a la que se avanza por el sur de la costa oeste de Tailandia y, sin embargo, el lema del bar de Mong, el chiringo dónde estoy hospedada estas días, es “In bud we trust”. Tanto que, cuando la segunda noche le pregunto a Mong cuantos años tiene, me plantea el reto enmarcándomelo dentro del calendario budista: si ahora estamos en el año 2553, y él nació en el año 2516, ¿cuántos años tiene? Cálculo mental rápido.

El Mong Bar es un precioso culo de mundo de los que por la mañana, la cocinera, recién levantada, saca su hamaca, la cuelga de un árbol, y se tumba delante del mar. Toda una declaración de intenciones. Un culo de mundo para sentirse protagonista de la película que uno quiera. De dónde se viene, o a dónde se va, tanto en términos concretos como de manera más abstracta, es temario secundario que no tiene demasiada importancia y que por suerte de todos nadie pregunta.



Y Mong. Mong no sabe cómo le agradezco que se llame Mong después de tantos días de nombres impronunciables. Estoy tan agradecida que le llamo para cualquier cosa: “Mong, good morning!” “How are you, Mong?”. “Mong, it’s raining!” (cómo si él tuviera algo que ver con eso). Y Mong, que me llama Marría, así, con dos erres, me devuelve el guiño: “Good night, Marría”, “Marría, a song for you”, “Sunny day tomorrow, Marría!”.



En la isla de Koh Lanta he aprendido que siguen gustándome los monzones, pero aquí dan un poco más de respeto. Si uno toma consciencia de que el tsunami arrancó la vida y la esperanza de esta costa en el 2004, la poesía del monzón se esfuma ipso facto. La imaginación camina deprisa cuando a las seis de la mañana el primero sacude el bungalow. Las olas son furia aquí, nada de bromas.

Así que me he monzonizado, adaptando mi horario y mi todo a la voluntad del viento . Me despierto con el primer estruendo del bungalow por la mañana, alrededor de las seis. Difícil que me vuelva a dormir con el imaginario catastrófico excitado, de modo que a las seis y media estoy en pie. Y lo adelanto todo, el desayuno, la comida, la cena. Naturalmente diurna y monzónica, así estoy. Y a media noche se me cierran los ojos de cansancio, pero de ese cansancio sano y gustoso, como si fuera una niña que se ha pasado el día jugando.

(Por ahí van los tiros, en realidad.)


La costa oeste de Tailandia huele a algo de tristeza y a brutalidad natural en temporada baja y a mi me parece, aún así, tan y tan especial. Pasan los días, colecciono fotos en bungalows cada vez más cerca del mar, me crece el pelo, respiro, exploro y sonrío.