Vuelves a mi
con tus ganas de movimiento.
Has estado ocho meses fuera.
Pareces otro sólo por lo placentero
de salir al mundo y descubrirse pequeño.
Qué guapo estás.
Llevas encima la convicción
(la que hoy le molesta a mi envidia)
de que aquí se ha vivido con la misma intensidad,
y que hay que estar como tú,
soltando adrenalina,
“No puede ser que sólo tengas que contarme esto,
mujer: han pasado ocho meses!”
Qué mania con que te estoy escondiendo algo.
Ojalá.
Me pones de mal humor.
No eres más que la confirmación de lo que yo también creo.
pero me tengo que defender.
“Cuando yo me vaya espero volver como tú.
Pero es así. Aquí no ha pasado casi nada”.
Y te vas, extrañado, sin creértelo del todo.
Te tiraría un zapato por incrédulo
-¡encima!-
y por valiente:
Tú ya te has ido
y yo no.
No sé si es buena idea seguir mirando por la ventana cada tarde.