Salimos de Laos el día 26 de diciembre atropellando a una vaca. No es una ardilla, señor conductor. Es una vaca.
(Sobrevivió, aunque el ruido contra la camioneta nos diera otras pistas).
Salimos de Laos, como digo, atropellando al mamífero más difícilmente atropellable, y además un día tarde –previo pago de multa- porque decidí pasar la Navidad en Don Det con toda la cuadrilla que fuimos montando allí, a pesar de lo surrealista de los dos últimos días.
Una cuadrilla que se montó y se desmontó aparatosamente.
Es curioso, porque a ratos me cuesta acostumbrarme a la intensidad de todo esto. Por decir.
Hacer una cuadrilla tan a tope y tan rápidamente; luego un desajuste, y algo se rompe, también muy rápido. Y te afectan de manera adolescente los aciertos y los desencuentros con gente que hace una semana no conocías. Gente que vive en países de los que no sabes ni una triste canción. Y sumamos un correo que te llega de repente y que te toca fuerte en algún sitio, haciéndote tambalear en un segundo todo lo que estás haciendo aquí. Y al cabo de un rato, por lo que sea, todo vuelve a su sitio.
En fin, todo es TAN, todo el tiempo, además. Tan contenta. Tan triste. Tan segura. Tan desorientada. Tan convencida. Tan dudosa.
En cualquier caso. Con una vaca semimuerta, dejo Laos atrás. El país dónde no hay turismos porque simplemente la clase social que usa los turismos no existe. El país dónde el billete más grande equivale a cinco euros, y aún así nadie tiene cambio nunca. El país al que definitivamente quiero volver cuanto antes.
Después de Laos.
Nos caímos en Bangkok tras una noche en autobús y todo el miedo por la llegada a la ciudad. Naima y yo, la compañera de Québec con quién me he hecho esta parte de viaje. En cambio, la ciudad me recibió con algo parecido a brisa, mucho menos bochornosa que cuando la conocí, igual de pornográfica, y en cierta manera guiñándome un ojo.
Reconocer Bangkok y reencontrarme con todos los sitios que visité cuando inicié este viaje fue una especie de recompensa, y me llenó de una complaciente (y falsa) sensación de veteranía.
Y además.
Hice en Bangkok lo que no he hecho en este tiempo.
Depilarme, por ejemplo. Mirar escaparates. Entrar en alguna tienda. Vestirme con ropa de ciudad. Ir a la Embajada. Cruzar semáforos. Comer un bocadillo.
Desasilvestrarme, en general.
Que fue hasta excitante.
Duró poco, de todas maneras. El 31 de diciembre me monté en un autobús que me dejaba en Koh Chang, una isla en la costa este de Tailandia, muy cerca de Cambodia, en el que sería mi reencuentro con el mar tras más de dos meses (desde que me fui de Malasia) sin verlo.
Amanecí el día uno de enero en la playa, concretamente en un puesto de masajes delante del mar. No encontramos bungalow cuando llegamos, y la masajista tailandesa que nos ofreció su carpa a cambio de nada nos preparó un pequeño palacio con mosquiteras de color rosa dónde sólo nos despertarían las olas mañaneras en el sin duda primer día de enero más prometedor que recuerdo.
2 comentarios:
Que no duda que tu año estará a la altura de su inicio, pero no lo sé mirando a las estrellas ni leyendo "El Semana" Lo sé porque eres tú la que la que lo está haciendo. Muaaaak!
Intento comerte a besos pero solo me salen insultos.
Por esas olas, por esa depilación, por esta escritura y qué decir de las fotos.
Dan ganas de que no se acabe nunca...
Abrazos mientras llega mi mail.
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